viernes, 31 de marzo de 2017

Por encima de sus miserias




Hablar o pensar en la Iglesia Católica requiere una posición. Un mismo objeto puede ser observado de diferentes ángulos, sin dejar de ser lo que es. En el orden intelectual propiamente dicho sucede otro tanto. Los objetos muestran ante la inteligencia que los observa dimensiones diversas. Al mismo tiempo, el sujeto que los observa pone también su cuota de subjetividad y hasta puede transformar el objeto en algo muy distinto de lo que es en la realidad.
Por eso, hablar de la Iglesia Católica supone recordar unos supuestos básicos para tenerlos en cuenta al referirse a la Iglesia-objeto de observación. En primer lugar, se trata de una realidad sobrenatural, es decir que no es una mera institución natural creada u organizada por unos hombres con unos fines intramundanos. Es -se presenta de este modo a sí misma- una institución de origen divino (su Fundador es Dios en persona) y con unos fines que concluyen en la intemporalidad: santidad, unidad, universalidad, jerarquización. Acogerse a este principio supone tener fe.
En segundo lugar y de acuerdo a ese primer  principio, los miembros que la componen en cada época histórica no la representan en sentido estricto ya que aún no realizan en su vida personal esos fines de modo pleno (y  a veces ni siquiera los buscan): son individuos llenos de imperfecciones humanas (tanto y a veces más de los que no pertenecen a ella); dados al ordinario deporte del egoísmo y por tanto, de la pendencia -violenta o no-, la búsqueda de diferencias y divisiones entre sí; la singularización e incluso la tendencia al chauvinismo más rastrero; y por supuesto, la negación del principio de autoridad. Unos sujetos de esta ralea, ¿cómo pretender que representen un colectivo que desea ir en busca de la santidad, la unidad, la universalidad y el sentido de jerarquía?
Los hechos de la Historia han ido demostrando permanentemente lo contrario: esos individuos han solido representarse a sí mismos. Desde el más encumbrado hasta el más inferior (porque desde una perspectiva exclusivamente organizacional, en la Iglesia hay altos y bajos) han actuado contradiciendo los principios a los que han adherido desde el hecho inicial de su Bautismo. Los hay ladrones, perjuros, coimeros, lujuriosos, encizañadores, irresponsables, etc.
Bueno es reconocer que algunos se portan a  lo largo de toda su existencia de tal manera que no cabe otra cosa que singularizarlos y ponerlos de ejemplo para los demás. Al estudiar esas vidas caemos en la cuenta, sin embargo que por propia confesión casi nada de lo bueno que puede achacárseles ha sido enteramente suyo. Si no fuera por la acción de Dios en sus vidas, habrían quedado tan mal parados como el resto. Son los santos canonizados. Alguno a lo largo de la historia se coló e incluso ni siquiera existió; pero la casi totalidad son verificables. Un auténtico misterio si consideramos la situación de la mayoría de los que se dicen miembros de la Iglesia. Aceptar este segundo principio supone un realismo a prueba de fuego.
Con esas dos premisas es posible distinguir entre la Iglesia que es Una, Santa, Católica y Apostólica; y la casi totalidad de sus miembros que no parecen dispuestos a buscar poner en acto estas realidades en sus vidas.
¿Se extraña usted de que el político que es bien poco claro en sus ideas y en su conducta personal diga que es católico? ¿Le escandaliza que sus vecinos tengan la costumbre de ir a Misa los domingos y en cada casa del vecindario haya un verdadero caos: insultos, rebeldías de los hijos, deserciones de los padres, mañas de todo tipo? Sin irse por la tangente invocando sucesos históricos que no ha vivido, ¿señala a personajes vivos -miembros conspicuos de la Iglesia- como corruptos,  miserables, etc.?
Me parece que aún no está usted preparado para conocer realidades de fe que, aquí en la tierra, tienen naturalmente una base humana endeble. Pero, ¿qué se creía, que aquí en la tierra viven ángeles? Si acaso, hombres que tomándose en serio las convicciones a las que han adscrito, se esfuerzan por no desmerecer. Pero nada más. Es la Gracia de Dios la que hace lo suyo. Sin esa fuerza que Dios imprime a los que desean hacer el Bien (no cualquier bien, sino la santidad), el hombre no es capaz de sobresalir.

Ahora bien; justo es reconocer que la mirada subjetiva también pone lo suyo: solo al final sabremos toda la verdad. Mientras tanto, todos estamos tentados a juzgar como mezquino lo que no nos satisface plenamente; como malo lo que es contrario  a nuestros intereses; como enemigo al que no se pone a nuestro lado. Por eso, al hablar -o pensar- en la Iglesia Católica recuerde primero que debe preguntarse: ¿puedo yo tener una mirada de fe sobre la realidad?; ¿puedo esforzarme en ser objetivo y realista evitando juicios precipitados? No es fácil pasar la valla.
En todo caso, este ha sido un ejercicio de sentido común a fin de poner en su sitio determinados planteamientos que están muy lejos de esa objetividad y por supuesto, de esa mirada de fe con la que la Iglesia debe ser vista.
Queda claro que la misma Iglesia en cada época histórica hace el esfuerzo por verse a sí misma con humildad a fin de tener una visión de sí misma que esté por encima de sus miserias. Sólo Dios es Santo y santifica. La Iglesia Católica ha recibido los medios con los que pelearla: sacramentos, vida moral de seguimiento de Cristo, humildad para entregar a los hombres cosas santas, una doctrina intelectual y moral;  que no son de la propia hechura porque son de Dios, y que por eso mismo hay que defender y anunciar aunque a veces lo hagamos con todos los “recursos” de nuestra ineficacia.